A poco de andar por la ciudad
encontramos
la calle que nos llevaba
al morro.
La iglesia, allí,
estuvo muchos años
mirando la bahía.
Alguna vez se trabajaron
sus paredes, palmo a palmo,
con silenciosos ángeles
hasta tapar los últimos rincones
y los artesonados
de ennegrecidas láminas que recubren
la bóveda. ¿Acaso
no sonaron sus trompetas
cuando la mano buscaba el perfil
en cada trazo,
la perfeccion del aire?
Afuera nada empaña la calma
de este pequeño cielo,
donde los pájaros
hallaron su refugio.
Desde esta altura el mar
toma distancia-
Y Dios mismo,
no sé si se aleja
o está más cerca de mí.
Rio de Janeiro
encontramos
la calle que nos llevaba
al morro.
La iglesia, allí,
estuvo muchos años
mirando la bahía.
Alguna vez se trabajaron
sus paredes, palmo a palmo,
con silenciosos ángeles
hasta tapar los últimos rincones
y los artesonados
de ennegrecidas láminas que recubren
la bóveda. ¿Acaso
no sonaron sus trompetas
cuando la mano buscaba el perfil
en cada trazo,
la perfeccion del aire?
Afuera nada empaña la calma
de este pequeño cielo,
donde los pájaros
hallaron su refugio.
Desde esta altura el mar
toma distancia-
Y Dios mismo,
no sé si se aleja
o está más cerca de mí.
Rio de Janeiro
Raúl Aráoz Anzoátegui (Salta)